Es una santa, me dijo mi madre, te portas bien. Portarme bien era lo de menos, con ser lo demás. A mí me dio miedo. Miedo de estar con una Santa, porque los Santos que yo había visto eran estatuas antiguas y mudas, unos Santos tristones de ojos lánguidos y túnicas pardas, unos Santos inaccesibles a mi estatura de niño, escondidos en las hornacinas misteriosas de los templos o parados al borde de las cornisas donde empezaban el lejano reino de las campanas, las palomas y las estrellas.