Personajes extremos, exagerados al máximo, cómicos y horribles a la vez, hasta tal punto que no es posible separar lo uno de lo otro. Después de tres siglos y medio, las obras de Molière continúan representándose en todos los escenarios del mundo y uno se pregunta: ¿por qué? Digamos que en ellas no echamos nada en falta, ningún conocimiento moderno. Mejor aún: sus obras evitan ciertos errores de la psicología moderna. Molière no se propone realizar con ellas una investigación del ser humano, no le interesa mostrar todo lo que acaso se encuentre en el interior de un individuo, sino que crea ciertas unidades que perfila nítidamente y confronta entre ellas. De la interacción de esas unidades brota lo que Molière, el rey del teatro francés, tiene que decir sobre el ser humano. Y en estas dos breves obras entra en juego toda la antropología moliereana, con su orquestación de dolor, exuberantemente cómica. Hay que pensar en ´Tartufo y El avaro´ como en dos obras tristes, valientes, graciosas y como en un teatro profundo pero entretenido. A esto se refiere Mijaíl Bulgákov -a esta forma de representación auspiciosa donde nada está del todo asentado, donde quedan atrás el blanco y el negro para que lleguen las tan gratificantes como inquietantes hordas de grises- cuando señala a Molière como ´padre del teatro europeo, alguien que no pierde de vista la idea y la creencia que sólo en lo entretenido pueden dirimirse las grandes cuestiones serias´.