Edgar Degas fue un renovador, no un revolucionario, y su obra, que abrió a la pintura unos horizontes que hasta entonces le estuvieron vendados, viene determinada por un carácter singularizado que, si no le aleja sustancialmente del movimiento impresionista, sí le induce a dirigir su paso artístico por caminos diferentes, aunque paralelos, de los recorridos por sus representantes más radicales.