Una manera de cifrar los golpes de la vida sería el registro de cada uno de los choques que suceden a diario. Más o menos aparatosos, con pérdidas o raspones leves o severos. Un día cualquiera, en el momento menos pensado, los frenos no responden y el automóvil del año, el taxi, camión, autobús de pasajeros y hasta la ambulancia destinada al auxilio, se encuentra con algún obstáculo insalvable. En un barrio elegante de la capital argentina o en una calle anónima, en plena avenida o en un despoblado sin nombre, en una noche cerrada o a plena luz del día, se esconde un imprevisto. Tras el impacto físico, tras los gritos de dolor, las contusiones y la sangre que brota de heridas, está simplemente la constatación de un hecho. Si algo se advierte al ir pasando las páginas de este libro es que la sangre que envuelve al episodio es aquí la gran ausente. En un formato cuadrado, invariable y sistemático como el propio registro que emprende, aunque utilizando el color -una elección sin duda menos propia del carácter anónimo de dicho registro- Diego Levy hace ´el levantamiento´ o el reconocimiento de un hecho que viene a perturbar la diaria secuencia de nuestras vidas. El autor de Choques nos deja solos, aún más solos, ante la imagen de un objeto que, por contagio y de facto, deviene doblemente solitario y silencioso. Y es que más allá del latido insubordinado del corazón y del imparable borboteo de la sangre, está lo inerte, el imperturbable montón de hierros retorcidos. Levy nos presenta, literalmente, al mundo de cabeza, la realidad subvertida. Un desorden se instala en el orden precario de las cosas.