Las cartas de Antonio Gramsci (1891-1937) a sus hijos, Delio y Julián, desbordantes de afecto, y seductoras cuando relata recuerdos, suenan al mismo tiempo desoladas. En ellas callaba sistemáticamente sus condiciones de vida y las razones de sus largos silencios. Insistía en cambio en pedirles detalles de sus vidas, los estimulaba a opinar y argumentar. Se pone de manifiesto en ellas su exigencia de una educación basada en la valoración del esfuerzo, la disciplina y la fuerza de voluntad. Se trata de una concepción de la educación seguramente ajena al lector contemporáneo, a quien además no le resultará fácil imaginar cómo serían leídas esas cartas por los niños. Cuando sus hijos se expresan espontáneamente, Gramsci combina la alegría por la comunicación con expresiones a veces duras de rechazo o desaprobación. Ante cartas que él juzga más lacónicas o convencionales, exige más abundancia y franqueza. Entre líneas, se percibe una actitud implorante, y la ansiedad por descifrar quiénes eran sus hijos y en qué hombres se convertirían.